Por Salvador Montoya/Escritor
La interpretación errónea de un suceso o de palabras se le conoce como
tergiversación. Sin embargo, se puede mal entender algo por no estar bien
explicado, pero muchos tienen el oficio de simplemente dotar al lenguaje del
que se comunica de infundios, intenciones malévolas y envilecimientos. Quien se maneja con la tergiversación
destruye el diálogo. Jesús de Nazaret es un ejemplo desde adolescente en
esta materia. Afirma Lucas que esto le sucedió a Jesús cuando tenía doce años:
“Y aconteció que tres días después le
hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y
preguntándoles. Y todos lo que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de
sus respuestas” (Lucas 2.46-47). El adolescente Jesús se pasó tres días
discutiendo ideas y planteamientos con maestros. Eso es mayéutica, allí está el
genuino diálogo de ideas, la ética del conversador. El efecto tergiversación derriba cuatro fundamentos esenciales del diálogo:
el oír, el preguntar, la inteligencia y el responder. Los doctores de la ley
supieron que Jesús era muy inteligente por su disposición a las preguntas, por el
oír los planteamientos, por las contestaciones, por la concentración en los juicios.
Vivimos en una sociedad tan pacata, que quiere
excelencia pero no quiere críticas a su sistema, rehúye dialogar sobre sus métodos
de vida y formas de pensar y estigmatiza toda idea que le parezca fuera de sus dogmas
y de sus costumbres o tradiciones. Dialogar no significa ganar en las conversaciones,
estar de acuerdo en todo, sino admitir nuevas perspectivas, ahondar en la creatividad,
amar la causa del contrario si es justa y dar a conocer las verdades resultantes. Dialogar es hacer del hombre un acertijo en
constante contestación.
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