Por Salvador
Montoya/Escritor
Para comprender a Rómulo Gallegos y a su obra
debemos dilucidar los ideales del civilizado que de acuerdo a lo que él
escribió sobre Santos Luzardo fue lo que motivó al héroe novelesco en su lucha
contra Doña Bárbara: “Y decidió lanzarse
a la empresa con el ímpetu de los descendientes del Cunavichero, hombres de una
raza enérgica; pero también con los ideales del civilizado, que fue lo que a
aquellos les faltó” (Rómulo Gallegos, Doña
Bárbara, Caracas, Ediciones Populares Venezolanas, pp. 22-23). Y esos ideales
eran los principios redentores del país según la perspectiva de Gallegos.
Demuestra el poeta y ensayista Juan Liscano que: “Desde su primer pensamiento civilizador, hasta este encuentro
definitivo [con Doña Bárbara],
Gallegos no había hecho otra cosa que tratar de crear el objeto sobre el cual
ejercer el tratamiento purificador sobre el cual practicar una curación de
Venezuela mediante el despertar de la conciencia de justicia” (Juan
Liscano, Rómulo Gallegos y su tiempo,
Caracas, Monte Ávila Editores, 1980, p. 143). Es decir, los flagelos de nuestro
pueblo sólo podían ser sanados por ideales civilizatorios. Por eso, el gran
investigador galleguiano Ulrich Leo afirma que: “Es así que lo “bueno” en la filosofía de este libro [Doña Bárbara], inevitablemente se ha identificado con la
civilización y el progreso” (Ulrich Leo, Rómulo Gallegos y el arte de narrar, Caracas, Monte Ávila Editores,
1984, p. 86). En definitiva, la filosofía de Gallegos es la civilización y la
búsqueda infinita de justicia. Ya lo difunde el académico Pedro Díaz Seijas: “Es indudable que en “Doña Bárbara” la
isotopía que sirve de vínculo al complejo universo de relaciones en las que
destaca el actante fundamental, Santos Luzardo, es la búsqueda de la
justicia. Hacia esa búsqueda se enderezan
sus funciones, ya en el nivel actancial, ya en el nivel de la narración”
(Pedro Díaz Seijas, La gran narrativa
latinoamericana, Caracas, Monte Ávila Editores, 1992, p. 20). Y toda lucha
por justicia reclama valores intransferibles. Sin embargo, Gallegos como hombre
del tiempo positivista creyó que muchas de las respuestas purificadoras de
nuestra cultura vendrían de nuestra unión con la concepción eurocentrista del
mundo. Revela el investigador José Sant Roz que: “En definitiva, pues, Gallegos atribuía la injusticia tanto a la
naturaleza inherente a todos los hombres como al sistema en que vivían. Decía
en la novela Doña Bárbara: “Es
necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro”, lo cual era una total locura, una
incongruencia, una estupidez. Lo genial que podía tener Doña Bárbara lo debía a nuestras mezclas, a nuestros
llaneros y, en definitiva, al centauro que llevamos dentro…Se enfrentaba
Gallegos a una confusión interior que le hería
destrozaba. La civilización europea y los adelantos tecnológicos de
Estados Unidos lo desconsolaban y acomplejaban” (José Sant Roz, El procónsul Rómulo Betancourt, Caracas,
Monte Ávila Editores, 2009, p. 84). Ahora bien, para ser civilizado no es
necesario asumir la visión eurocentrista del mundo. Nuestro mestizaje es un
bien mayor, es parte de nuestra propia civilización. Enfatiza Gustavo Pereira
que: “Ahora se habla en antropología de
“interculturación” como opuesto de “aculturación”. Lo primero significa
intercambio pacífico y voluntario de rasgos o elementos culturales entre
pueblos de diverso o igual desarrollo; lo segundo, practicado por todos los
colonialismos y neocolonialismos, despojo espiritual del sometido o avasallado”
(Gustavo Pereira, Cuentas, Caracas,
Monte Ávila Editores, 2007, p. 28). Ser civilizado es buscar un tratamiento
purificador de nuestros males: mediocridad, falta de visión, exclusiones,
corrupción. También ser civilizado es sanar las heridas abiertas de nuestra
sociedad con estudios, oportunidades, organización popular, progreso en la
calidad de vida. Y por último, tener ideales de civilizado es cultivar
conciencia de justicia: actuar como protagonistas de nuestra historia, ser
activistas de la esperanza que trae la mejor vida social posible. Esa es la
gran lección que nos lega el genial Rómulo Gallegos en su vida y obras.
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