Por Salvador Montoya/ Escritor
El leñador enmudecido, sangrando, con el hacha
en la mano, toma el camino de regreso. Está nevando, y él evade pensar en el
clima, sin embargo unos árboles soñadores abren, desconociéndolo, secretos
dulces, gigantes, húmedos. Su madre, aquella yerbatera indígena, guerrera de la
noche, perforó, hace años, cuando la infancia sonrojaba los temores, una danza
de fuegos terrestres. Era la caza de los días tristes. Ella había guiado a la
masa hambrienta a un huerto fructífero. Los niños perseguían con perros flacos,
dominados de tiempos, las venturas de los mortales. Pero ella no estaba
confiada, alguien la perseguía. No podía ser el marido. Éste ya estaba muerto,
ella misma lo aniquiló con un brebaje. Aquellos eran los días de la ira. Los
hombres codiciosos, fulminaron la tierra con fiestas de guerras y licores. La
historia pasada no estimulaba al leñador. Sólo le faltaban algunos trechos para
estar libre. Olía el atardecer a carne quemada. Había gentes gritando a lo
lejos que no esperaban valientes protectores. Continuó callado, pensando en la
madre, en la sangre derramada. Él tenía el deber de guardar el secreto del
pueblo. Necesitaba volver a casa y recuperar la piel sagrada. ¿Y si se hacía el
fugitivo? Había una gruta donde no lo encontrarían. Tuvo sed y se agachó, dijo
unas palabras sanadoras, y continuó su caminar. Vio el pueblo devastado, la
luna blanca y el humo envolviendo la oscuridad. Ya todos eran prisioneros,
otros contarían sus pasiones, las razones de su existencia. La piel sagrada
protegía una tabla tallada, con figuras terribles marcaba los signos de la
vida. El leñador la observó, admirado, como la primera vez. Sabía que estaba
desnudo: como la utopía de su pueblo. Su madre se encontraba encadenada al
olvido, sus gentes oprimidas por los fuertes y él siendo el sacrificio de la
esperanza.
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