Por Salvador Montoya/Escritor
José Rafael Pocaterra ingiere el licor grisáceo,
da gracias por el valor de su enojo, caído en trampas, ayer nada más, hubiera
desecho sus apotegmas y habría en el vacío de la muerte nadado. Huyes por los
mismos pasos del soldado tricolor, no quiero escucharte, esta vez me vengaré de
tus insípidos monólogos. Ni que me respondas con insultos me alejaré de decirte
la verdad. La casa que resguarda al escritor guerrero tiene medio techo volado,
esos vientos huracanados isleños lo rompen todo. Su alma es una tempestad.
Decidir la suerte de un pueblo a través de una invasión, ¿es algo literario? Me
dices que me acuerde de la Ilíada.
¿Cuándo fue que la leíste por primera vez? El coraje es tener los fuegos de la
vida en la tinta y en la sangre. Algunos perros ladran tu actitud desesperada,
murieron llevando una bandera aniquilada de ausencias tus camaradas. Necesito
que te pongas furioso. El perro que sacude su cola por ti, escarba con sus
patas delanteras la tierra que desconoces. Saca un hueso largo, negro, como
caña vieja y se va en una estampida. Pocaterra lo mira, parece envidiarle la
suerte. Él también estaba en una travesía al centro de su terredad. Una vieja
por la verja, al extender la ropa lavada, le hace un guiño,
precavida, escupe una bola de tabaco. Deja caer Pocaterra el licor en el suelo
sediento, sube el fusil a su espalda y toma el sendero de los perros. El puerto
está a dos calles. La isla esa tarde tenía un olor desértico. Esperando la
barca con unas olas moribundas, el eco de algunos pelícanos le esconde el sol
que le da en la vista. La vieja sale al frente de la casa con unas ramas secas
y mira hacia el cielo como rezando. Desde la barca, cuando el mar lo sostenía
desesperado, la vieja le manda un beso y él lo recibe con las lágrimas de su
derrota.
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