Por Salvador Montoya/Escritor
Donde se
tenía la granja familiar, que después de la guerra cruel con mis compatriotas
endureció vicios en las mentes, ubicamos el arsenal. Los muchos chaguaramos
evidenciaban la fiereza de nuestros enemigos. Esa tierra había cambiado para
siempre. Antiguamente, allí vivía una joven pintora. Nunca ella fue tan popular
como cuando años más tarde se descubrió que había asesinado a su esposo en una
ebriedad. Totalmente agónica y con doce perros moraba en la casa. Por las
noches, abrazada a una manta, tomando ron, cuidaba sus tiempos y hablaba con su
yegua hermosa. Un fuerte estruendo, de madrugada, energúmeno, la despertó. Sin
más armas que su desnudez miró el patio lleno de tinieblas y escuchó, aún con
sueño, la yegua correr despavorida. Se detuvo ante ella y la vio llorar. Hacia
el cielo todo en una quietud inalterable, le invitó a caminar sin fe en su
lucidez. Tomó la manta rosada y con el machete emprendió la marcha hacia el
fondo de la granja. Nosotros cuando decidimos hacer el búnker, los soldados rechazaban
con seguridad total servir de guardias en lo último de esa tierra. La media
luna de metal que descubrió la pintora la transformó en el mito de los días en
que vivimos. Ella sintió el metal en sus manos, fluía una energía cósmica, que
le trepó por todo su torrente sanguíneo y entonces nunca pudo controlar los
sueños apocalípticos. Ella entraba en los subconscientes de las personas que
tocaba, podía hacerles perder la imaginación. Con las semanas crecía su
carnaval de averno y empleó su más preciosos dones en hacer fiestas proféticas.
Pero vino la guerra y en los chaguaramos los ahorcaron y los quemaron. La
pintora sobreviviente la tomé como testigo de la masacre. No le creí sus
menudencias y sus revelaciones hasta que toqué el metal y vi su rostro que era
igual al mío. Era un mapa de lo inevitable.
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